El Catesismo de la Iglesia Católica afirma que: «La fe en la verdadera encarnación del Hijo de Dios es el signo distintivo de la fe cristiana: «Podréis conocer en esto el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo, venido en carne, es de Dios» (1 Jn 4, 2). Esa es la alegre convicción de la Iglesia desde sus comienzos cuando canta «el gran misterio de la piedad»: «Él ha sido manifestado en la carne» (1 Tm 3, 16).» (CEC 463)
Que maravilloso misterio del amor de Dios, quien decidió en su perfecta Voluntad rescatarnos personalmente del pecado, buscarnos, como ese Buen Pastor que alcanza a la oveja perdida dejando atras a las noventa y nueve. Un acontecimiento que marco un antes y un después en la historia de Salvación.
El «Sí» de María significa para nosotros el punto de partida de una nueva etapa en la relación de Dios con los hombres. San Gregorio de Nisa comenta al respecto:
«Nuestra naturaleza enferma exigía ser sanada; desgarrada, ser restablecida; muerta, ser resucitada. Habíamos perdido la posesión del bien, era necesario que se nos devolviera. Encerrados en las tinieblas, hacía falta que nos llegara la luz; estando cautivos, esperábamos un salvador; prisioneros, un socorro; esclavos, un libertador. ¿No tenían importancia estos razonamientos? ¿No merecían conmover a Dios hasta el punto de hacerle bajar hasta nuestra naturaleza humana para visitarla, ya que la humanidad se encontraba en un estado tan miserable y tan desgraciado?» (San Gregorio de Nisa, Oratio catechetica, 15: PG 45, 48B).
Desde la Iglesia de los primeros siglos hasta nuestros días la Bienaventurada Virgen María a ocupado un lugar importante en el corazón de todo cristiano. Grandes personajes de nuestra historia como San Ireneo, San Efren o San Epifanio, dedicaron lineas hermosas para elogiar la grandeza de tan venerable doncella, aquella que hizo posible que Dios «pusiera su morada entre nosotros» como nunca antes lo habia hecho en la historia. David se propone construir una casa a Yahvé, sin embargo Salomón la concluye, pero aquel a quien los cielos no pueden contener, se construyó a sí mismo una casa inmaculada, pura, perfecta, toda para sí, para habitar durante nueve meses en ella hasta que llegara el tiempo de manifestarse al mundo.
La encarnación del Verbo es objeto de profundas reflexiones teológicas que ponen de manifiesto la grandeza de Dios y la persona de Jesucristo. San Juan de la Cruz en su momento más doloroso y oscuro compuso una de sus más grandes obras, revestida de una profundidad teológica que en forma de poema eleva el alma del creyente a la busqueda de la unión total con el amado: «el romance»

Este poema expresa algo de lo que le sucedió en su alma. Hasta entonces se podría decir que Juan de la Cruz era un asceta, el cual por medio de una vida austera, llena de penitencias se esforzaba en vivir el Evangelio. Quiere retornar a Dios los dones que le ha concedido, si no será objeto de castigo. Esta visión de la relación del hombre con Dios la podemos constatar en el inicio del Cántico espiritual. Es entonces cuando en su alma, por un don del Espíritu Santo, surge con una gran pujanza algo que nos es dado con el bautismo, cuando nos incorporamos a la Iglesia que es la esposa de Cristo. Por tanto cada bautizado como miembro de la Iglesia, es esposa de Cristo. Y esta será ya para siempre su forma de relacionarse con el Cristo.

San Bernardo, San Luis Maria G. de Montfor, San José María de Ligorio, San Juan Pablo II, entre muchos otros, son ejemplos de servidores de está humilde Señora, que alcanzaron por su intercesión las más perfecta union con el Verbo encarnado.
Acordaos,
oh piadosísima Virgen María,
que jamás se ha oído decir
que ninguno de los que han acudido
a tu protección,
implorando tu asistencia
y reclamando tu socorro,
haya sido abandonado de ti.
Animado con esta confianza,
a ti también acudo, oh Madre,
Virgen de las vírgenes,
y aunque gimiendo
bajo el peso de mis pecados,
me atrevo a comparecer
ante tu presencia soberana.
No deseches mis humildes súplicas,
oh Madre del Verbo divino,
antes bien, escúchalas
y acógelas benignamente. Amén